domingo, 30 de mayo de 2010

La grandeza de lo pequeño

La grandeza de lo pequeño
Elena Pajuelo Vázquez. Año 2010

Soy la pequeña de tres hermanos. Cuando mi madre se quedó embarazada, mi hermano Dani tenía ya 11 años y Sara 8. La noticia del nuevo miembro en la familia fue toda una sorpresa, y aunque inesperada, fue bien recibida por todos.

El embarazo fue controlado y sin incidencias, como cualquier embarazo. Un día 24 de Octubre de 1988, un mes antes de lo previsto, mi madre empezó con contracciones. Un tercer embarazo suponía un riesgo añadido, por haber sido los dos anteriores con cesárea. Así que tras consultar con su médico ingresó en el hospital, y después de monitorizarla decidieron practicar cesárea urgente, porque el feto estaba sufriendo.
Nací a las 21.30 de la noche, en el Hospital de la Salud de Valencia. Presentaba un Apgar de 3/7. Tenía distrés respiratorio que iba cada vez más en aumento, por lo que me pusieron oxígeno y me trasladaron de urgencia al Hospital de la Fe.

Mi madre al despertarse de la cesárea no me vio, y nadie le explicó dónde estaba ni qué me había pasado. Ella me cuenta que lloraba desconsolada porque no podía verme mientras estuviera ingresada en el hospital. Cuando llamaba preguntando por mí, las noticias eran pocas y no muy halagüeñas. Fue mi padre el que subió en la ambulancia cuando me trasladaron a la Fe, el que venía día a día a mirarme detrás de ese cristal de la unidad de Intensivos, el que esperaba pacientemente las horas de visita para poder asomarse a la incubadora y tocar esas manitas minúsculas que buscaban calor humano. Mis padres cuentan que estaba llena de tubos, tan pequeñita, tan indefensa.
Las noticias no eran buenas. La primera fue que mis pulmones no funcionaban en toda su capacidad, tenía Membrana Hialina, que vieron en una radiografía al tercer día de vida. Los primeros días 7 días estuve intubada con oxígeno con una FiO2 hasta el 80%.
Al 5º día detectaron un soplo sistólico con sospecha de ductus, pero que se cerró a los días con tratamiento.

Al 8º día comencé con una poliuria intensa, hiponatremia, hipercalcemia, aumento de la tensión arterial y signos de deshidratación. En dos días perdí un kilo y medio de peso. El riñón no funcionaba porque tenía trombosis aórtica en el riñón derecho. A mis padres no les dieron muchas esperanzas. A pesar de que me rehidrataron en altas dosis el pronóstico no era favorable.

Los días que estaba ingresada en la Salud estaba casualmente la Virgen de los Desamparados en la capilla del hospital, la sacan una vez cada cincuenta años. Mi madre y mi padre iban cada día a rezarle, a compartir la oración y el sufrimiento, la incertidumbre de no saber que va a pasar. A veces por mucho que queramos, hay cosas que no dependen de nosotros. Dejarlas en manos del Señor nos da tranquilidad y confianza, él provee y vela por nosotros en cada momento.

Los que creemos en Dios le llamamos milagro, los médicos dicen que fue simplemente fascinante. Sacando fuerza de no sé sabe de dónde, comencé a tolerar la alimentación vía oral a los 10 días. El trombo persisitía pero parecía que yo iba mejorando, a pesar de seguir con tiraje y polipnea. Fui ganando peso y al mes de estar ingresada pesaba 2960, peso y estado de salud adecuado para el alta hospitalaria. El trombo seguía en el conducto de mi riñón derecho, pero parecía estar controlado, así que me mandaron a casa. El recibimiento fue por todo lo alto, para mis hermanos fue toda una fiesta recibir a la hermanita que había estado malita y que habían visto a través de un cristal durante un mes.
Cada semana iba al hospital para radiografías, pruebas, analíticas...para que los médicos comprobaran que mi crecimiento era normal. Estaban realmente asombrados. El trombo desapareció con el tiempo. Y crecí como cualquier niña, entre risas, calidez y rodeada de mi familia.

Abril del 2009. Me levanto por la mañana con algo de nervios, ilusionada, pensando cómo será la sala del hospital dónde voy. Cómo serán las enfermeras, el funcionamiento de la sala, los bebés a los que voy a cuidar. Estoy nerviosa. Durante estos años de prácticas me he ido reafirmando de que esta es mi profesión, y que tengo vocación de cuidar, de dar, de estar cerca de las personas. Cuando empecé la carrera muchos me preguntaban que por qué no Medicina, si tenía nota, si podía aspirar a más. Y yo, sonriente, siempre les decía que no, que yo quería ser enfermera, que era mi vocación. Y que sería la mejor.
El corazón me da un vuelco al llegar a la unidad neonatal, y ver tantos bebés pequeños, cada uno aislado en la incubadora con sus tubos, sondas, sábanas... Me asomo viéndoles la carita, acariciando sus frágiles manos, y me dan ganas de cogerlos y abrazarlos; instinto protector.

Dentro de mí siento contradicción. No merecen sufrir, por qué tienen que estar llenos de tubos, luchando con la vida a cada minuto. Por qué les ha tocado a ellos, por qué… Nadie sabe qué calidad de vida les espera cuando crezcan, qué secuelas quedaran de su prematuridad, y si todo eso merece la pena. Y miro a Roxana, a Martina, a Jose, y me encantaría poder cuidarles hasta que salgan del hospital, verles crecer.
Al llegar a casa uno de esos días de abatimiento, llamo a mi madre, y le cuento mi desconcierto, la sensación de impotencia que siento al ver la fragilidad de la vida. Ella me dice que yo también fui uno de esos bebés, que cómo no acordarse. Sufrieron, pero nunca dudaron en que la vida me empujaría. Cuando cuelgo me quedo bloqueada, vaya sensación. Yo estuve ahí, hace 20 años, al otro lado, en la cuerda floja. Y casualmente ahora soy enfermera y estoy viendo mi imagen reflejada en los bebés, estoy viendo en los padres que pasan las horas allí a mis padres, estoy sintiendo una conexión y una afinidad increíble con todo lo que ocurre allí.

No puedo dejar pasar esto, tengo que escribirlo, tengo que contarlo a alguien. Así que nada más llegar a casa enciendo el ordenador. Las palabras brotan solas, escribo sin saber muy bien el alcance que puede tener y la gente que lo leerá.
El periodo de prácticas pasa volando, y cuando he conseguido asimilar el día a día allí, ya me tengo que ir. Una de las últimas tardes en el hospital, abro el blog en un rato tranquilo de silencio, y descubro varias respuestas, entre ellas las de mi padre y mi hermano. Y me emociono. La enfermera con la que pasaba esa tarde me preguntó qué me pasaba. Le miro, y le señalo el ordenador.

Lo demás vino solo. El blog lo leyó más gente de la que nunca hubiera pensado, y mi testimonio sirvió para padres de prematuros, como un chorro de esperanza, de vitalidad.
Hago balance de este tiempo, de mi corta vida, 21 años. Y me reafirmo en que hay que luchar por todo, dar vida a raudales, sacar lo que llevamos dentro, que es mucho. Descubro a cada paso la grandeza de lo pequeño. Y sé que dentro de mi profesión puedo dar mucho, y ser instrumento de cuidados y paz.



2 comentarios:

Analía dijo...

ELENA!!!! me emocioné al leerte, me conmovió profundamente escucharte. Gracias por compartir este testimonio, no solo con los que estuvieron ahí (en directo) escuchando, sino con todos nosotros.
Me ha disparado por dentro muchísimas sensaciones y pensamientos. La grandeza de lo pequeño, es algo que nos acompaña a lo largo de toda la vida, pensaba en las miles de veces que nos sentimos tan vulnerables, tan frágiles, tan desarmados...y experimentamos ese "algo más" (Dios) que nos sotiene y nos lleva a un mejor lugar.
Pensaba en la vida que siempre es posibilidad de ESPERANZA, aún en las condiciones más desfavorables; pensaba en tu vida misma que se vuelve un testimonio tan fuerte. Pensaba en la propia, que también en aquellos lugares personales donde he experimentado mayor fragilidad es en donde hoy pareciera que se abre el camino misteriosamente hacia adelante.

te agradezco de corazón este compartir!

TeSs dijo...

Tienes un corazón listo para amar al máximo, ¡Elenita! Tu testimonio me ha llenado de alegría, me ha emocionado y me ha hecho dar gracias al Dios de la vida por tan bellos milagros.
Un abrazo enorme, no dejes de compartir tu vida con nosotros, nos hace bien.

Gracias

TeSs